Iniciar un proceso de formación requiere un importante esfuerzo. Supone escuchar y compartir ideas, leer materiales teóricos, realizar algún que otro ejercicio que sirva de evaluación, en definitiva dedicar una serie de horas de nuestro tiempo. Pero dicho esfuerzo tiene un sentido, es decir se lleva a cabo para obtener algo a cambio.
Todo lo que ponemos de nuestra parte, en buena parte es para adquirir herramientas que nos permitan generar cambios.
De este modo, si pensamos en una persona que realiza un curso para conocer en profundidad un determinado programa informático, al término del mismo seguramente empleará su ordenador de una forma distinta a como lo venía haciendo hasta ese momento.
En ese mismo sentido si la finalidad de la formación es por ejemplo aprender a liderar equipos de trabajo, una vez finalizada es muy probable que los/as participantes introduzcan algún cambio en el modo de ejercer su rol de liderazgo (por pequeño que sea), lo cual a su vez afectará a la relación que mantienen con sus colaboradores/as e incluso al modo en que estos/as últimos llevan a cabo sus funciones.
Por este motivo, si una organización pretende mantener una cultura que sea favorable al cambio resulta indispensable promover la formación de las personas que trabajan en ella.
Para ello, cuenta con diversas opciones metodológicas que van desde metodologías de corte más bien directivo en las que el/la docente asume el protagonismo en la transmisión de conocimiento y experiencia, hasta aquellas (como la supervisión: https://rivendelsl.com/blog-rivendel/supervision-un-paso-mas-alla/) en las que el grupo es quien aporta la mayor parte del material sobre el que trabajar.
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