Qué mejor forma de empezar este artículo que con una pregunta.
Desde pequeños/as se nos instruye eficazmente a responder. Respondemos a lo que nos dicen las personas más mayores, a los deberes, a una prueba académica, etc. De hecho, la brillantez de una persona se suele medir, en buena parte, tomando como referencia sus respuestas.
Es tal la importancia que tienen las respuestas, que generalmente nadie nos enseña a plantear buenas preguntas. Es más, ni siquiera se nos transmite el valor que tienen en cualquier proceso de reflexión, toma de conciencia, mejora, resolución de problemas, etc.
Según cuentan, Albert Einstein dijo en cierta ocasión: “Si yo tuviera una hora para resolver un problema, y mi vida dependiera de la solución, gastaría los primeros 55 minutos en determinar la pregunta apropiada, porque una vez conociera la pregunta correcta, podría resolver el problema en menos de cinco minutos”
El modo en que usamos las preguntas incluso determina en buena parte nuestra forma de relacionarnos. No es lo mismo que ante una pequeña “trastada” de un niño, uno de sus padres le riña y a continuación le diga cómo tiene comportarse (sin dejarle apenas espacio para hablar), a que le invite a pensar sobre: las consecuencias que ha generado su acción, las forma en la que puede ayudar a minimizarlas y las conclusiones a las que ha llegado.
Esto mismo se puede traspasar a los equipos de trabajo. No es lo mismo que el/la jefe/a decida de forma unilateral cómo puede mejorar un departamento o servicio concreto, que reunir a sus colaboradores/as y formular las siguientes preguntas: ¿cómo podemos mejorar como grupo? y ¿en qué medida puede contribuir cada uno/a de nosotros/as a ello?
Tampoco es lo mismo centrar toda la responsabilidad en la comisión de un error en una única persona, que reunir al equipo y preguntar qué podía haber hecho cada uno/a para evitar dicho error.
Llegado a este punto, vuelvo a formularte la pregunta que da título a este artículo: Y tú ¿qué tal preguntas?
En función de la respuesta a la que hayas llegado, te pueden resultar útiles algunas de estas pautas: trata de que sean abiertas (que no se puedan responder con un “sí” o un “no”), ten cuidado con el “por qué” pues la otra persona puede sentirse enjuiciada, iniciarla con un “qué”, un “cómo” o un “para qué” puede ser una buena opción, busca que la pregunta ayude a explorar y verbalizar pensamientos y emociones desconocidos hasta ese momento, en función del contexto pide permiso (¿puedo hacerte una pregunta?), intenta que fundamentalmente resulte útil a tu interlocutor/a, no se trata de satisfacer una curiosidad personal, huye de las preguntas largas en las que al final no se sabe muy bien qué se está preguntando y no olvides que no es una cuestión de cantidad sino de calidad.
También es importante tener en cuenta que esta habilidad no se adquiere de la noche a la mañana, es necesario entrenarla poco a poco. En este sentido es recomendable empezar a practicarla con aquellas personas con las que tenemos más confianza.
Rivendel Grupos y Organizaciones